martes, 14 de enero de 2014

'El reinado de los huérfanos', una novela de Xavier Cristóbal - Capítulo 4

'El reinado de los huérfanos', una novela de Xavier Cristóbal - Capítulo 4

UN REGALO DEL CIELO









Tunguska (Rusia), 30 de junio de 1908.

Una espesa niebla recorría el bosque. El sol estaba saliendo y algunos rayos de luz se colaban entre las copas de los árboles. Aquella mañana había un extraño silencio en el bosque. De pronto, en un claro del bosque, la niebla dejó entrever la silueta del hombre del maletín. Detrás suyo había seis cientos sesenta y seis jóvenes. Más concretamente, tres cientos treinta y tres chicos y tres cientos treinta y tres chicas. Todos ellos tenían dieciséis años de edad. Eran de diferentes razas y provenían de todas las partes del mundo. Estaban distribuidos en ciento once filas de seis  personas. Todos estaban de pie, inmóviles y con la mirada perdida en el horizonte. Todos miraban en la misma dirección en que lo hacía el hombre del maletín, que estaba de espaldas a ellos. Simon ocupaba el número uno de la fila uno.  El hombre del maletín  se ajustó el sombrero con la mano que no sujetaba el maletín y comenzó a hablar con una voz poderosa y profunda.
-Este es el lugar donde debemos esperar. –el hombre se giró hacia los jóvenes-. ¡Mi trabajo concluye aquí! ¡Estáis en este bosque para recibir un regalo que caerá del cielo! ¡Y cuando despertéis de este sueño... cambiaréis el mundo! ¡Vosotros sois la voz de un nuevo orden mundial! ¡Ahora no entendéis nada pero muy pronto lo comprenderéis todo!
El hombre del maletín hizo una pausa para mirar un momento hacia el cielo. Cerró los ojos y contó mentalmente hasta seis. Luego volvió a mirar a los jóvenes que tenía delante suyo.
-¡El regalo está cerca! –dijo triunfante.
            En ese momento comenzó a oírse un zumbido en el cielo. El hombre del maletín miró hacia arriba y sonrió. A través de las copas de los árboles vio cómo una grandiosa y humeante bola de fuego, brillante como el sol, cruzaba el cielo. El hombre del maletín miró de nuevo a los seis cientos sesenta y seis jóvenes allí reunidos.
-¡Aceptad este regalo de las estrellas y que tengáis un viaje placentero! -exclamó, extendiendo los brazos en cruz y elevando la mirada hacia el cielo.
            Les dio la espalda a los jóvenes y se preparó para ver el espectáculo. Instantes después, se oyó una fuerte explosión en los alrededores. Un resplandor cegador avanzó vertiginosamente por el bosque, tragándoselo todo a su paso. El hombre del maletín había desaparecido. En ese instante, Simon y el resto de jóvenes parecieron despertar por un momento del trance en el que se encontraban. El resplandor engulló  a todos los jóvenes.


            El sonido de la explosión espantó a una bandada de pájaros, que fueron engullidos por el resplandor blanco cuando levantaban el vuelo. En el río Podkamennaya, unos cazadores echaron a correr pero el resplandor blanco también los hizo desaparecer. En unas montañas, no muy lejos de allí, dos perros ladraban al cielo. Un rebañó de ovejas se asustaba y echaba a correr, ante la mirada atónita de un pastor que no podía creer lo que veía en el cielo. A lo lejos, un extraño hongo comenzaba a cobrar forma entre nubes de fuego. Cincuenta kilómetros más allá las tiendas de un campamento de tunguses vieron atónitos cómo sus tiendas volaban por los aires. Algunos pastores de renos también vieron cómo se formaba aquel hongo de brillo cegador y pensaron que había llegado el fin del mundo. Se abrazaron entre ellos y rezaron en silencio.


A seis cientos kilómetros de allí, en el distrito de Kansk (Rusia), varios caballos fueron derribados al suelo por una misteriosa onda invisible, proveniente del lugar de la explosión. Esa onda invisible también lanzó al agua a algunos barqueros del lugar. Los habitantes de aquella zona comprobaron con estupor cómo las casas temblaban, como si fueran un pastel. Las mujeres cogieron a sus hijos y salieron espantadas de sus casas cuando vieron que las tazas, jarras y otras piezas de cerámica, que había en las estanterías, se rompían solas. Los cristales de las ventanas también estallaron. El mundo se había vuelto loco. Todo era un caos. Unos kilómetros más allá,  el maquinista del Transiberiano –el ferrocarril que recorría más de nueve mil kilómetros, atravesaba Rusia, Mongolia y China y conectaba las ciudades de Moscú y Vladivostok-  notó con pavor cómo vibraban los vagones y los raíles de la vía. El maquinista temió que el tren pudiera descarrilar y no se lo pensó dos veces cuando decidió frenar el tren. Los pasajeros no se quejaron ante tal decisión, pues ellos también notaban vibrar el suelo de los vagones bajo sus pies.

Las agujas de los sismógrafos, de numerosas estaciones sismográficas de Europa, se volvieron locas. Nunca habían registrado un temblor de tanta intensidad. En Inglaterra, una estación barográfica alcanzó a detectar las fluctuaciones que se produjeron en la presión atmosférica, tras la misteriosa explosión. Los científicos no daban crédito a las mediciones de sus aparatos, que se salían de toda escala prevista por ellos.


Astillas y trozos de ramas en llamas revoloteaban salvajemente en el aire de Tunguska, agitados por un aire huracanado. El ruido era ensordecedor. Había mucho polvo en el aire y no se podía ver nada. El tiempo parecía que se hubiera detenido. Transcurrieron unos segundos que se hicieron eternos y el huracán cesó. El polvo y las cenizas comenzaron a asentarse y dejaron entrever las siluetas de los seis cientos sesenta y seis jóvenes que estaban allí, en el momento de la explosión cegadora. Todos permanecían de pie, inmóviles, con las miradas perdidas en el horizonte. No tenían ninguna herida.  Sus ropas estaban rotas, quemadas y sucias. No había rastro del hombre del maletín. Probablemente se hubiera volatilizado. El bosque estaba completamente arrasado. Todos los árboles en un área de más de dos mil kilómetros cuadrados estaban incendiados y derribados. Los seis cientos sesenta y seis jóvenes comenzaron a despertar de su trance. Se miraban a ellos mismos como si fuera la primera vez que veían su propio cuerpo. Se miraban el pecho y los brazos. Sentían los latidos de sus corazones más fuertes que nunca. Simon observaba sus manos. Se sentía poderoso y sonrió. Todos sintieron como si una gran energía recorriese sus venas. En ese momento de extraña revelación comenzó a llover. Era una lluvia negra, cuyas gotas resbalaban por sus pieles y arrastraban las cenizas que había pegadas en sus cuerpos. Cerraron los ojos para saborear mejor el tacto de aquella lluvia redentora. Cuando los abrieron todos sabían lo que tenían que hacer. Los seis cientos sesenta y seis jóvenes comenzaron a caminar, lenta pero triunfalmente, en todas las direcciones y abandonaron aquel bosque dantesco.

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