martes, 14 de enero de 2014

'El reinado de los huérfanos', una novela de Xavier Cristóbal - Capítulo 3

'El reinado de los huérfanos', una novela de Xavier Cristóbal - Capítulo 3

EL BREBAJE









            En algún lugar de Siberia (Rusia), 23 de junio de 1908.

           El amanecer había llegado al campamento y sólo unas pocas hogueras permanecían encendidas. Sólo una docena de jóvenes se mantenían en   pie. Tambaleantes y sangrantes. Pertenecían a países como Estados Unidos, Inglaterra, Alemania, Italia, Rusia, China o Japón. Sus cuerpos estaban llenos de magulladuras, arañazos, mordiscos y moratones. Poco más de veintitrés adolescentes se hallaban sentados en el suelo y recuperando la respiración. Sus cuerpos también estaban llenos de heridas. El resto de los seis cientos sesenta y seis jóvenes estaban tumbados en el suelo. Algunos inconscientes y otros permanecían quietos a la espera de que sus líderes les dijeran algo. Muchos se quejaban en silencio de sus heridas y unos pocos no podían evitar clamar al cielo sus quejidos agónicos. El joven campesino era uno de los pocos adolescentes que permanecía sentado en el suelo, a duras penas. Según las estrellas y el hombre del maletín, Simon se convertiría en un rey. Veinte metros por detrás del joven campesino, apareció el hombre del maletín que había estado en lo más espeso del bosque mientras tenían lugar los combates entre aquellos imberbes e inexpertos gladiadores. El hombre se dirigió hacia unas de las pocas hogueras que seguían encendidas en el centro del campamento. Cogió una cazuela grande de porcelana y un cubo metálico que estaba lleno de agua. Lo vació dentro de la cazuela. Seguidamente colocó la cazuela encima de la hoguera y puso a hervir el agua. Se sentó encima de una piedra y abrió su maletín. Extrajo diversas hierbas que había cogido en el bosque y las arrojó a la cazuela, mientras el agua comenzaba a coger temperatura de ebullición. Volvió a introducir la mano en su maletín y sacó varios frascos pequeños de cristal con diferentes contenidos líquidos. Los vertió todos dentro de la cazuela. Guardó los frascos y sacó una bolsa pequeña de tela. La abrió y arrojó a la cazuela toda la tierra oscura que había en su interior. Finalmente, guardó la bolsa pequeña en el maletín y cogió un palo de madera que había en el suelo. Con él comenzó a dar vueltas a aquel extraño caldo, mientras el agua comenzaba a hervir.



            Era casi mediodía y los seis cientos sesenta y seis adolescentes tambaleantes, magullados y heridos habían formado una única fila. Los ganadores eran los primeros y los perdedores les seguían a continuación. Simon era el primero de la fila y observaba atentamente al hombre del maletín. Éste, con suma paciencia, seguía removiendo el caldo que estaba haciendo. Había adquirido un color verde oscuro y el agua burbujeaba lentamente. El hombre dejó de dar vueltas al caldo y depositó el palo de madera en el suelo. Cogió un cucharón y un vaso metálicos. Introdujo el cucharón en la cazuela y lo sacó lleno de caldo. El hombre cerró los ojos y aspiró el aroma, nada agradable, que desprendía aquel caldo. Sonrió. El caldo estaba en su punto. Abrió los ojos y dirigió la mirada a todos los jóvenes.
            -Bebed este brebaje y vuestras heridas sanarán. Luego, cambiaros de ropa y emprenderemos el camino.

            El hombre vertió una pequeña cantidad de caldo en el vaso metálico y se lo ofreció a Simon. Éste cogió el vaso y se bebió todo el caldo. Tenía un sabor repugnante pero no protestó. Entregó el vaso al hombre y se dirigió hacia su tienda. El hombre del maletín volvió a verter una pequeña cantidad de caldo en el vaso y se lo ofreció al siguiente adolescente. Una chica cogió el vaso, se bebió el caldo de sabor asqueroso, entregó el vaso al hombre y se fue a su tienda. Todos estos movimientos se repitieron hasta que el último adolescente bebió su parte del caldo. Cuando el último joven se dirigió a su tienda, el hombre del maletín miró hacia la cazuela y sonrió. Ya no quedaba nada de caldo.

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