EL VISITANTE
Campos de
Illinois (Estados Unidos), 13 mayo de 1908
Una estrella brillaba en el cielo. Los primeros
rayos del sol despuntaban en el horizonte. El trigo era movido por un fino y
cálido viento de primavera. A lo lejos, se oían unas pisadas que se iban
acercando. Entre el trigo iba caminando un joven campesino de dieciséis años de
edad, recién afeitado. Vestía pantalones tejanos de tirantes, un sombrero de
paja y llevaba una azada al hombro. Mientras caminaba, el joven miró
ligeramente a su derecha y vislumbró a lo lejos la figura de un hombre de unos
cincuenta años de edad, que estaba de pie y mirando cómo salía el sol. Tenía el
cabello canoso y apenas había arrugas en su rostro. Vestía abrigo y sombrero
oscuros y sujetaba un maletín negro en su mano derecha. El joven se detuvo para
observar mejor al hombre del maletín, que estaba de espaldas a él. El muchacho hizo un gesto de extrañeza y comenzó a
caminar de nuevo hacia aquel hombre. A medida que las pisadas se acercaban más,
el hombre del maletín comenzó a sonreír. Era una sonrisa llena de bondad.
-Bonita mañana, ¿no te parece? –dijo el hombre sin
girarse para mirar al joven .
-¿Nos conocemos? –preguntó el joven,
mientras se llevaba la mano a la parte delantera del sombrero y lo inclinaba
ligeramente hacia delante, para protegerse del fulgurante brillo de los rayos
del sol. El muchacho se detuvo a tres metros del hombre, que continuaba dándole
la espalda.
-Todavía no... pero estamos empezando a hacerlo.
–contestó el hombre, que se dio la vuelta y se quedó de frente al joven-. ¿Te
puedo hacer una pregunta?
-Usted dirá.
-¿Crees en el cielo y en el infierno?
-Dicen que el cielo es muy luminoso y el infierno
muy oscuro. –contestó el joven.
-¿Y crees en los ángeles y en los demonios?... ¿Y
en los ángeles caídos?
- Eso ya
son dos preguntas. –replicó el joven.
El hombre inclinó ligeramente la cabeza, sonrió un
poco y esperó tranquilamente la respuesta. El joven se tomó unos segundos antes
de contestar.
-Todavía no he visto a ninguno. –dijo finalmente.
El hombre esbozó una sonrisa
ambigua.
-Yo creo que a veces los tenemos a nuestro lado y
no nos damos cuenta de ello... ¿Crees en las profecías? –volvió a preguntar el
hombre.
-Sólo cuando se cumplen.
-Buena respuesta –reconoció el
hombre-. Verás… Hace mucho tiempo existió un profeta llamado Miguel de
Nostradamus...
El hombre hizo una pausa y se giró
hacia la salida del sol, volviendo a dar la espalda al joven.
- Nostradamus predijo que un día bajaría del cielo
un gran rey del terror y asolaría la tierra...
–prosiguió el hombre.- Ahora sé que ese día está muy cerca.
El joven se sintió algo incómodo al
oír esas palabras.
- Oiga… Si va a visitar a algún paciente y se ha
equivocado de pueblo… tal vez yo lo pueda ayudar… porque ¿usted es médico...?
- Gracias por la ayuda... pero no estoy perdido.
–contestó el hombre con firmeza.
El joven hizo un gesto de extrañeza.
- Sé que muchas mañanas vienes aquí a contemplar
el amanecer y sueñas con cambiar el mundo.
- ¿Cómo sabe eso? – quiso saber el
muchacho, sorprendido.
- Simplemente lo sé.
- Escuche, supongo que está de paso... pero yo
tengo que trabajar. Así, que si me disculpa... – habló el joven, un poco
molesto, mientras se daba la vuelta para irse en otra dirección.
- Yo también tengo trabajo... Simon Siegel–dijo el
hombre con voz profunda, a la vez que se giraba hacia el sorprendido joven-...
Te diré algo… Una estrella me ha hablado y me ha pedido que busque a los seis
cientos sesenta y seis huérfanos y los
guíe hasta su destino... Esa estrella me ha guiado hasta aquí. Tú eres
huérfano. Eres uno de los elegidos y cambiarás el mundo. Juntos traeréis un
nuevo orden... que eso sea bueno o malo sólo dependerá de vosotros –predijo el
hombre del maletín mientras hacía un ademán hacia su derecha.
Simon miró en la dirección que indicaba el brazo
del hombre y vio asomar por el horizonte a un centenar de jóvenes, chicas y
chicos, de su misma edad.
-Ahora, debes seguirme y acompañarnos en la
búsqueda de los otros elegidos. Esa estrella nos guiará.
El hombre del maletín señaló con un
gesto enérgico al joven campesino. En cuestión de segundos, Simon pasó de tener
una mirada perpleja a tener una mirada perdida, casi vacía. La azada se le cayó
al suelo y permaneció inmóvil, mientras el suave viento le recorría la piel. El
hombre del maletín comenzó a caminar silenciosamente en dirección contraria al
sol, hacia donde le esperaban los otros adolescentes. Simon le siguió de cerca,
en silencio, como si fuera su esclavo. Ahora se divisaban unos nubarrones de
tormenta en el horizonte, que tapaban algo la luna. Un trueno hueco se oyó en
la lejanía, por donde se perdían el sonido de las pisadas del misterioso hombre
del maletín y su centenar de jóvenes seguidores.
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